miércoles, 30 de julio de 2008

Ideales de la edad media: El monacato cristiano

“El santo yace en su duro lecho; el viento del desierto silba por las rendijas de la cabaña, y el monje solitario – eremos: desierto – que la habita quiere rasgar con su mirada las espesas tinieblas...”

Aunque la cohorte de los mártires ocupe el lugar más eminente y sea celebrada en el oficio divino con el rojo púrpura de la pasión, otras son a las veces las leyendas que con mayor fuerza atraen a los religiosos: historias antiguas ermitaños y anacoretas, de SAN ANTONIO, SAN HILARIO, SAN MACARIO, SAN JERÓNIMO y otros muchos. También aquí hay luchas, la lucha del cuerpo contra el diablo; pero son los suyos voluntarios combates por domeñar la naturaleza humana, por el perfeccionamiento de uno mismo que alcanzan fantásticos extremos a tono con la fantasía oriental.

¡Cómo odiaron su propio cuerpo, cómo lucharon por dominarlos aquellos santos del yermo, demacrados, extenuados, perdidos en las ásperas soledades de Egipto y Siria! SAN ONOFRE, que sin más vestido que su propia cabellera y un cinturón de hojas, ni siquiera parecía un ser humano, alimentándose tan sólo con un par de racimos de dátiles que producía cotidianamente la palmera plantada frente a su mísera choza; SAN HILARIÓN, que, a pesar de su mala salud, aprendió a privarse de todo; vivía en una celda angosta como una tumba, jamás quebrantada el ayuno antes de la puesta del sol, no comía otra cosa que hierbajos y raíces, y vestía de tela de saco, sobre la que se ponía una pellica que SAN ANTONIO le había dado; SAN SIMEÓN ESTILITA, en fin, que se pasó la vida en lo alto de una columna, sin amparo contra el sol y las tormentas; sin lugar suficiente en que tenderse, y con una llaga abierta en el pie, llena de gusanos. (De este santo monje nos ocuparemos más adelante, in extenso).
Las necesidades y sensaciones del cuerpo son causa de vergüenza y afrentosa humillación. SAN ANTONIO, padres de los monjes orientales, rompe a llorar cuando se ve precisado a comer y envidia a los ángeles que no han menester de satisfacer esa necesidad ni otra alguna. Otros buscan sufrir más que hambre, diversidad de dolores y privaciones, como son el dormir sobre el duro suelo o hacerse despertar de hora en hora, durante la noche. Cierto anacoreta mató un mosquito que le incomodaba, y al meditar sobre la mortificación que con ello había rehuido, se arrojó a un pantano en que abundaban los tábanos venenosos.

Los santos se mantienen en continuo alerta para ahogar en sí el menor movimiento de la carne. SAN SISOES, por ejemplo, se gana el sustento tejiendo cestos que lleva luego a vender a la ciudad; pero como se encoleriza cuando no halla compradores para su trabajo, abandona para siempre, para no caer en el pecado de ira, su oficio. Un discípulo de SAN PACOMIO teje cierto día dos esteras, en lugar de una, como tenía asignad y siente deseos de ser alabado por su maestro; mas el santo lo descubre y dice secamente: “Este hermano se ha afanado desde la mañana hasta la noche para dar su trabajo al diablo”. Los ermitaños ejercitaban a los discípulos que les siguen, sometiéndolos a toda clase de sacrificios y desprendimientos; así, les hacen regar año tras año un bastón plantado en la arena, y contrarían en toda coyuntura sus deseos, humillándolos de continuo. La vida, tal como se le apareció a SAN ANTONIO en una de sus visiones, está sembrada de lazos y asechanzas que el diablo urde, en tal número que es cosa de preguntar al Cielo; con el Sant, qué manera habrá de evitarse; pero la respuesta del Cielo será siempre la que dio el mismo Santo: “con la humillación”. Así de SAN ANTONIO como de SAN SIMEÓN ESTILITA EL VIEJO se cuenta que creían ser sinceramiento los seres más abyectos y bajos de la creación, y ansiaban ser tratados con cruel desprecio. Por otra parte ya los filósofos paganos se ejercitaban en la disciplina de la humillación y adiestraban ella a sus discípulos. SAN JUAN ENANO, uno de los anacoretas de Egipto, solía contar de un filósofo que envío a uno de sus discípulos a trabajar por espacio de tres años en las canteras de mármol, entre los esclavos forzados, ordenándole que sufriese todos los insultos y humillaciones sin despejar siquiera los labios, antes bien dando dinero a quien más le agraviase. Cuando el discípulo, tras estas pruebas, regreso a Atenas, se reía de todos los ultrajes y desprecios que le inferían: “Ahora me dan gratis – decía – lo que antes me costaba dinero”.
Este perfeccionamiento no hacía más que irritar al diablo, y cuanto más se elevan los anacoretas, tanto mayores son los COMBATES ESPIRITUALES que de han de librar con los demonios. Cierto monje egipcio estuvo de noche en un templo pagano y presenció, sin ser visto, una reunión de diablos, una especie de conclave de Diablos, los cuales daban cuenta a su señor, de uno en uno, de cómo se habían ingeniado para tentar a los hombres. Algunos de ellos fueron azotados por no haber aprovechado suficientemente el tiempo; pero uno que había empleado cuarenta días consecutivos en tentar a un monje con pensamientos impuros, fue abrazado y besado por el propio Satanás. Como enjambre de abejas – así se cuenta en las Vidas – rodeaban los diablos a los anacoretas, que tan pronto los espantaban como los atormentaban.

El santo yace en su duro lecho; el viento del desierto silba por las rendijas de la cabaña, y el monje solitario – eremos: desierto – que la habita quiere rasgar con su mirada las espesas tinieblas, en cuyo seno descubre los ojos, como brasas, de las fieras, y oye los aullidos que el hambre les hace lanzar. En esos momentos es cuando el diablo se esfuerza más por perder a los hombres; ya son risa que resuenan como divinas músicas en los oídos del anacoreta, cansado de la quietud, ya es balido de un corderillo, ya choques de armas o rugidos o rugidos de león. En torno a su lecho aparecen extraño seres, con pezuñas y orejas de asno, o leones alados, con pico de ave, o caballos con la cabeza al firmamento y exigiendo adoración; o bien la tentación viene de una mujer, al parecer pobre y humilde, que dice haber atravesado el desierto para escuchar el santo; mas cuando, a la noche, se tiende a dormir a los pies del penitente, se transforma en perversa seductora. Entonces el santo se arroja a una cisterna, con agua helada hasta la cintura, para sofocar el ardor de la sangre.
El caso más típico es el de los santos estilistas y en primer lugar el del primero y más grande entre ellos, SAN SIMEÓN EL VIEJO. Nacido en Cilicia (Asia Menor) hacia el año 390, inició la vida monástica en el seno de una comunidad de un centenar de miembros; en busca de una vida más austera, pasa al eremitismo (anacoreta o solitario, monachus: uno sólo), se da el término de nuestro nombre: EREMITA URBANUS. Recluido durante tres años en una pequeña celda donde su mortificación del cuerpo y del alma, le lleva a no comer en toda la cuaresma; luego se aísla durante cinco años dentro de un cercado en la cumbre de una colina, atado a una cadena de hierro hasta que un obispo le hace notar que su voluntad hacía innecesaria aquella atadura material; los dos años siguientes sobre un pedestal, luego sobre tres columnas sucesivas, cada vez más elevadas, y para acabar en lo alto de una poderosa columna de más de diecisiete metros de altura, sobre cuyo capital pasó los treinta últimos años de su vida (429-459). (HENRI-IRÉNÉE MARROU, Nueva historia de la Iglesia, tomo I, Desde el Concilio de Nicea hasta la muerte de San Gregorio Magno, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1964, pág. 412 y sgtes. 598 páginas).
Extraña ascensión en el santo parece elevarse cada vez más por encima del mundo para estar en todo momento cerca de Dios; pero en principio esto había sido un medio para aislarse (sólo) más de los hombres, porque debido al carácter heroico de sus hazañas el solitario suscitaba naturalmente la curiosidad, la admiración, la piedad de las multitudes. Las gentes acudían de todas partes a pedirle oraciones, intercesión, milagros, justicia, consejos (es precisamente en el equilibrio, en lo sensato de semejante dirección espiritual donde mejor podemos discernir lo que había de auténtica santidad bajo las apariencias excéntricas de tal personalidad del santo estilista).
Y de hecho la columna de SAN SIMEÓN se convertirá en meta de asiduas peregrinaciones, y seguirá siéndolo después de su muerte cuando se construya en torno a ella la gran basílica cruciforme cuyos imponentes restos podemos admirar todavía (Kala´at Sem´ân), según el Profesor MARROU.
SIMEÓN EL GRANDE tendría imitadores y émulos como DANIEL EL ESTILISTA, , que lo visitó dos veces; comenzó también como cenobita, recluido, luego instalado sobre varias columnas sucesivas en Anaplus, a orillas del Bósforo, de 460 a 493; fue consejero del emperador, de la emperatriz, de los Grandes, durante del Imperio de Constantinopla. Igualmente SIMEÓN EL JOVEN, de Antioquía de Siria, del que se dice que fue estilista desde la edad de siete años hasta su muerte en 592 a la edad de setenta y cinco años, director espiritual y taumaturgo.
No es éste el único género de realizaciones extraordinarias que encontramos: se habla de recluidos en cuevas, en sepulcros, en huecos de los árboles, incluso en una jaula suspendida; hay ascetas que resisten de pie días y semanas hasta que sus fuerzas se agotan, y que se alimentan sólo de hierba y de raíces…

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