jueves, 17 de julio de 2008

La Asamblea que condenó a Jesucristo


Durante el proceso de Jesucristo se cometieron hasta veintisiete irregularidades contra la legislación penal y procesal del pueblo hebreo.

Los hermanos LÉMANN, AUGUSTIN (1836-1909) y JOSEPH (1836-1915), judíos de nacimiento y religión mosaica, se convirtieron a la fe cristiana y posteriormente abrazaron el sacerdocio católico. Enseñaron hebreo y Sagradas Escrituras en la Universidad Católico de Lyon (Francia). AUGUSTIN es autor de la célebre Historia completa de la idea mesiánica en el pueblo de Israel. A JOSEPH se le debe una monumental investigación histórica sobre La incorporación de los judíos a la sociedad francesa y a los Estados cristianos.

La finalidad era estudiar bajo un doble aspecto el sanedrín que juzgó a Jesucristo: primero en sus miembros, luego en sus actos. Ahora bien, ¿qué nos ha revelado las investigaciones – que nos atrevemos a calificar de leales y escrupulosas – que hemos realizado?
En sus miembros, esta sala de lo criminal se nos ha presentado como un conjunto de hombres en su mayoría indignos de las funciones que desempeñaban: sin piedad, ni rectitud, ni moralidad. Hasta los propios historiadores de su propia nación les condenan.
En sus actos, es decir, en su forma de proceder, hemos constatado barbaridades sin nombre… ¡veintisiete irregularidades, de las cuales una sola bastaría para revocar el juicio! Hemos determinado estas irregularidades confrontándolas con el derecho penal hebraica entonces vigente; todavía se descubrirían más si se revisase el proceso de JESÚS según el derecho, más delicado y perfecto, de los pueblos modernos.

Ningún valor moral en los jueces, ningún valor jurídico en su sentencia: ¡tal es, oh israelitas, la opinión que emitimos y que emitirá con nosotros todo espíritu sincero y toda conciencia honesta tras haber leído estas páginas!
Pues bien, permitidnos que os preguntemos: ¿no existe para todo israelita una razón de honor, una razón de justicia, que oblicua a no dar por bueno el verdadero sanedrín antes de haber examinado uno mismo normal; la prueba es el extraño procedimiento que se siguió con Él. Es evidente que descubrir una irregularidad en un proceso no supone justificar al acusado, pues puede ser efecto de la inadvertencia o del azar. Pero cuando en toda la trama de un procedimiento, cuando desde el principio hasta el final de una sesión judicial, uno ve desarrollarse y sucederse, una tras otra, veintisiete irregularidades, todas ellas graves, todas ellas escandalosas, todas ellas consentidas con terquedad, ¿no es una prueba irrefragable de que el acusado víctima de tales procedimientos era una persona especial? ¿Quién era pues este extraño acusado?

El día que entró triunfalmente en Jerusalén (cinco días antes de su proceso), los judíos venidos de lejos para asistir a las fiestas de Pascua, venidos del país de los partos, del país de los medos, de Persia, de Mesopotamia, del Ponto, de la Frigia, de todas las llanuras conocidas de Asia, de los confines de Libia, de la Cirenaica, de Creta, de Egipto, de Arabia, de Roma… esos judíos, ante el espectáculo de su triunfo y del entusiasmo popular, se preguntaron, cada uno en su lengua: “¿quién es Éste?” (Mat. 21, 10).
El espectáculo de la injusticia, oh israelitas, más aún que el del triunfo, exige hoy que os plantéis a vosotros esta cuestión. ¿Quién es Éste, contra el cual volcó el sanedrín toda justicia? ¿Quién es Éste, que sólo dulzura opuso a la violencia de sus jueces? ¿Quién es Éste, que bebió el agua amarga del Cedrón como David, y que fue vendido como José? A diecinueve siglos de distancia, una vez apagado el tumulto y extinguidas las pasiones, cualquier leal israelita puede resolver fácilmente esa cuestión con la Biblia en la mano.
En cuanto a nosotros, hermanos vuestros según la carne, hace veinte años que sabemos quién es Él; y jamás volvemos sin profunda emoción nuestros ojos y nuestros corazones hacia esa página de nuestra Biblia inspirada, que nos vais a permitir colocar ante vuestros ojos. Meditadla, ¡oh israelitas! Os revelará quien era el condenado por el sanedrín, al mismo tiempo que os hará conocer cuál debe ser, aquí abajo, el último acto del pueblo judío antes de entrar, con sus tribus y sus familias, en la tierra prometida de la Iglesia, y más tarde en la tierra prometida de la eternidad.

He aquí esta página del profeta ZACARÍAS: “en aquel día protegerá Yahveh Jerusalén, y el más vacilante entre ellos llegará a ser a la sazón como David será la cabeza de ellos como Dios (…) Y derramaré sobre la casa de David y sobre el habitante de Jerusalén espíritu de favor y de plegarias, y contemplarán a aquel a quien traspasaron, y plañirán por él cual suele plañirán por él cual suele plañirse por el hijo único, y se hará duelo amargo por él como suele hacerse por el primogénito (…). Y plañirá la tierra, cada familia por separado: la familia de la casa de David aparte, y sus mujeres aparte; la familia de la casa de Natán aparte, y sus mujeres aparte; la familia de la casa de Levi aparte, y sus mujeres aparte; la familia de la casa de Semi aparte, y sus mujeres aparte; todos los linajes restantes, linaje por linaje aparte, y sus mujeres por separado (…) Diránle entonces: “Qué significan esas heridas en tus manos? “Porque fui herido en casa de mis amigos”, contestará (…). Él invocará mi nombre, y yo le atenderá y diré: “Tú eres mi pueblo”; y él dirá: “Yahved es mi Dios” (Zac. 12, 8-14 y 13, 6-9). (*)
Ante esta descripción, ante ese diálogo, ante esas llagas en la manos y en los pies, ¿quién de vosotros, ¡oh israelitas!, no reconocerá, si obra de buena fe y si la gracia se digna alcanzarle, el Hombre-Dios condenado por el sanedrín? Porque las Escrituras os dicen su nombre: ¡era el Mesías, el Señor! Y NUESTROS PADRES, ¡AY!, no le conocieron. Pero sus hijos le reconocerán un día; cada uno de ellos dirá: ¡Señor mío y Dios mío! Y, al reconocerle, le pedirán contemplar las llagas de sus manos y sus pies; y acercarán sus labios a esas llagas; y sobre esas llagas dejarán correr torrentes de lágrimas. Y la tierra se conmoverá ante ese espectáculo; todos los hombres llorarán con ellos, “cada familia aparte, cada linaje aparte”.

Ese día de sublime y emotivo reconocimiento, a nosotros que escribimos estas páginas no nos será dado contemplarlo en la tierra: la habremos abandonado mucho tiempo antes. Pero, desde lo alto del cielo, donde Dios, así lo esperamos, nos dará la gracia de recibirnos, nos uniremos a nuestro pueblo convertido y arrepentido. En el cielo ya no hay lágrimas; y por eso pediremos prestadas, para ofrecerlas a Dios, las lágrimas de nuestro hermanos: la casa de David, casa de Natán, casa de Levi, casa de Simi, cuando resplandezca el día de ese sollozo (“¿qué significan esas heridas en tus manos?”), ese día, ¡ah! Acordaos de dos hijos de Israel, sacerdotes de Jesucristo, que escribieron estas páginas. Y a cambio de las horas que consagraron a este trabajo… ¡verted como homenaje algunas de vuestras lágrimas! ¡Vertedlas, en su nombre, a los pies de Aquél a quien condenó el sanedrín”.

PER CHRISTUM ET CUM CHRISTO PAX SUPER ISRAEL.

(*) Toda la salvación vendrá de Dios. El más débil de los habitantes de Jerusalén se mostrará tan fuerte como David que mató a Goliat. Se cumplirán las reiteradas promesas de fortaleza que vimos en todo el capítulo cap.10. La casa de David será como Dios, santa e invencible, lo cual no puede extrañar, pues que el Mesías será hijo de David. Este resto, purificado por el fuego de la tribulación, se convertirá y Dios le dirá de nuevo: Pueblo mío eres tú. Israel no tendrá que lamentar tan dolorosa y necesaria operación, pues ella traerá como resultado estrechar y hacer más dulces sus relaciones con su Dios. (Véase, Zacarías, p.1294; 1226).

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